Marcos Correa tenía 39 años y vivía en Amenábar, localidad de unos 2 mil habitantes ubicada en el extremo suroeste de la provincia, a 230 kilómetros de Rosario. Llevaba una vida bastante marginal, sufría de adicciones y estaba prácticamente en situación de calle, aunque tenía familia.
El 27 de septiembre fue visto por última vez. El 4 de octubre sus familiares lo reportaron como desaparecido, lo que impulsó una búsqueda por parte de policías, bomberos, perros rastreadores y personal comunal. Diez días después, por un llamado telefónico, su cuerpo fue hallado sin vida en un basural.
“Nunca, en mis 15 años de ejercicio como fiscal, me había tocado investigar un crimen tan aberrante, cometido con tanto odio y tanta saña. Esto es el mal en estado puro, no es locura, es una opción consciente por el mal”. Con estas palabras, el fiscal de Rufino, Eduardo Lago, refirió al asesinato de Marcos Correa. Por el caso, fue imputado el martes de esta semana Carlos L., quien permanece detenido sin plazo, y a quien se le pedirá la prisión perpetua.
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El cadáver de Correa estaba enterrado muy cerca de un pequeño santuario de veneración a San La Muerte, una figura pagana no reconocida por la Iglesia. Ese dato, sumado al sacrificio al que fue sometida la víctima, dieron a los investigadores la pauta de que se trató de un crimen por “odio religioso”. De acuerdo a la investigación, el sacrificio habría comenzado con la víctima aún viva, que su cuerpo fue hallado decapitado y con el corazón extraído.
El martes pasado, el fiscal Lago imputó a Carlos L., de 34 años, por el delito de “homicidio triplemente agravado por ensañamiento, alevosía y odio religioso”. Y solicitó la prisión preventiva sin plazo (la máxima que puede darse). La petición fue aceptada por la jueza Lorena Garini, y el imputado fue alojado en la Alcaidía de Melinicué a la espera de juicio.