* Por Raúl Bard
Motiva esta reflexión el sinnúmero de intentos y las nuevas normas dictadas por diversos organismos (como el propio BCRA o la IGN) de imponer en toda su documentación el uso de lenguaje inclusivo; lo cual es imitado desde numerosos sectores estatales. La sola idea de imponer esa modalidad resulta antinatural y discriminatoria, pues atenta contra la libertad misma. No se puede forzarnos a formular nuestras propias ideas, propuestas y proyectos de una manera que no compartimos plenamente. Estos intentos autoritarios de imponernos una forma de expresarnos es una idea absurda que atenta contra derechos constitucionales inalienables que no pueden ser normativizados: la libertad de conciencia y de expresión.
Damos por descontado las buenas intenciones que poseen los funcionarios, legisladores u organizaciones que impulsan estas iniciativas, pero entendemos que este es el tipo de exceso de corrección política que debemos combatir, porque quiera reconocerse o no, la jerga que se pretende como “inclusiva” representa una forma legítima de identificación de un sector ideológico y obligarnos a todos a usar los códigos de un sector es pretender someter al conjunto a esa cosmovisión particular, lo que sin duda resulta lesivo y antidemocrático.
Otra razón para oponerse a estos proyectos es también evidente: su alejamiento de la neutralidad técnica. Las normas y toda clase de textos dirigidos especialmente a personas en etapas formativas o instituciones educativas deben ser redactadas de acuerdo a una técnica que permita el mayor grado de neutralidad temporal, espacial y sectorial; usando formas que tiendan a aumentar las posibilidades de lograr interpretaciones unívocas. Contrario a ello, el lenguaje inclusivo pretende modificar el idioma y cambiar una gran mayoría de los sustantivos, pronombres y adjetivos, como mínimo. Esto implica una transformación de miles de palabras que se utilizan a diario, por no decir del cien por ciento de las frases que construimos, creando una disvaliosa y disfuncional confusión.
Un cambio así, más allá de ser increíblemente complejo, es completamente artificial y va en contra de esta tendencia natural hacia la simplificación y economía del lenguaje. En este sentido, siendo el habla un proceso cotidiano, de construcción social, estaríamos buscando imponer determinados códigos que no han sido acatados ni compartidos por la mayoría de la población ( aunque tampoco el apoyo mayoritario sería un argumento válido para imponerlo, pues tal cosa equivaldría a imponer una “ dictadura de la mayoría “). El proceso natural y democrático sería el inverso: aguardar a que, si la sociedad lo decide, los códigos propuestos se configuren como representativos de la población de forma natural y espontánea; y en el caso de que así se genere una costumbre habitual a través del tiempo avanzar en reglamentaciones de ser necesario, ya que habría acuerdo social y sería seguir el orden natural de las cosas. Esto no pasó aún, ni en el país ni en nuestra provincia, y en ninguna localidad.
Cuando una discusión similar a esta se dio en Francia, el por entonces Primer Ministro, Edouard Philippe sostuvo: "Más allá del respeto del formalismo propio de las actas de naturaleza jurídica, las administraciones dependientes del Estado deben adecuarse a las reglas gramaticales y sintácticas, principalmente por razones de inteligibilidad y de claridad”.
La postura no se basa en la exclusión. Se trata de ser claros y, en especial, ese es un deber de toda autoridad, funcionario, educador o legislador. Y para ser claros tenemos que entender que hay reglas previas. Debemos comenzar por entender y conocer bien nuestro idioma. Por lo cual prestarse a deformar los usos del lenguaje que nos rige, e incluso avalarlo mediante ley, es dejar abierto el escenario a las confusiones. No podemos educar ni legislar en la confusión ni en el desorden, menos aún en momentos como el actual. Incluso la RAE ha sido clara al respecto. Ni siquiera ella norma el castellano, porque las Academias no crean la lengua, sino que la estudian y auditan respecto de cómo la utilizan las personas en lo cotidiano. Nuevamente, no se puede desfigurar a propósito y por razones ideológicas nuestra lengua, imponiendo a la fuerza y de forma autoritaria nuevas reglas. Que, en última instancia, tampoco va a resolver la discriminación de minorías ni las formas de violencia que se asumen combatir como finalidad.
También es absolutamente claro que tales normas o directrices no poseen efecto alguno sobre las realidades e injusticias a las que aún son sometidas las minorías, las mujeres u otros colectivos sociales. Existen idiomas modernos con un género neutro, como el griego, el alemán y en gran parte el inglés; y en estos se registran niveles de machismo muy distintos. Más allá, el chino y el japonés son dos idiomas que no contienen siquiera el concepto de género y que aun así pertenecen a culturas con roles de género muy estrictos y tradicionales; también el ruso u otros idiomas de escritura cirílica tiene sus particularidades; sin considerar los idiomas de origen árabe. Esto demuestra que no existe correlación alguna entre el lenguaje y lo que estos proyectos buscan solucionar.
En síntesis, no pueden ni deben imponernos el lenguaje inclusivo porque las reglas no son claras, es sectario ideológicamente e impracticable desde el punto de vista gubernamental, educativo y en su uso cotidiano. En conclusión: no genera cambio social alguno y, sobre todo, atenta contra la libertad y la Constitución Nacional; además de atentar contra la extraordinaria riqueza de nuestro idioma y su diversidad (recuerdo aquí el maravillo libro de Borges “El idioma de los argentinos").
La historia nos enseña que han existido varios intentos de generar un idioma común (lo cual de por sí atenta contra la riqueza cultural de cada sociedad y su lengua como forma de expresión) y es por eso que nunca prosperó la panacea de una lengua universal. Recuerdo el esperanto (“el que tiene esperanza") inventado por el médico polaco Lázaro Zemenhof a fines del XIX con la ilusión de que posibilitara la comunicación “entre los hombres de todos los pueblos de la tierra en pie de igualdad”. Como intención, digna de elogio; como posibilidad real, inviable. (También entre nosotros el ya mítico Xul Solar ideó una “panlingua”, una suerte de lengua que pudiera ser usada por todos los hablantes, una utopía universalista). Y tal cosa nunca será posible porque además de ser ello contrario a la natural conformación cultural de cada pueblo, sabemos también que los idiomas no son creaciones artificiales, sino naturales, nacidos de la comunidad de hablantes; por tanto es propósito vano de los gobiernos pretender regularlos o imponerlos, digamos, mediante leyes o decretos. Sobre esa cuestión y como propio de intentos autoritarios como los que se intentan a diario en nuestro país ya sea desde el gobierno nacional, las provincias o incluso – mas irrisorio aún – de los municipios; es curioso estudiar los intentos que en tal sentido impulsara Francisco Franco, quien para evitar una posible atomización de España en pluralidad de comunidades, prohibió en la península el uso de lenguas que no fueran la española, medida coercitiva que se cumplió en parte pero no sin fastidio de sus hablantes. Muerto el caudillo lenguas diferentes de la española resurgieron en España con fuerza inusitada: fue la reacción lógica. Algo semejante ocurrió en Italia con Mussolini.
Como ha señalado Mario Vargas Llosa “el lenguaje inclusivo es una aberración”y Arturo Pérez-Reverte concluye que “el lenguaje inclusivo es una estupidez”. Esto porque pretender su imposición significa forzar las cosas. Es desnaturalizar el lenguaje y pretender la imposición de un discurso a contramano de los usos corrientes. Incluso hay gobernantes que se han dirigido a sus audiencias como “millones y millonas”, como “miembros y miembras” como “portavoces”y “portavosas” y demás dislates; pues ya sabemos que en nuestro idioma en esos casos es el artículo el que define el género ( la, el, los, las, etc., a diferencia del ingés, por ejemplo, en donde el artículo “ the “ es genéríco ). En este curioso y primitivo lenguaje solo falta que se sustituya el no por “ne“ para no ser machista o la sandez de referirse a la delincuenta, la narcotraficante, y para no ofender a los varones aludir al poeto. También Ricardo Güiraldes debió hacer figurar a su conocido personaje como Segunde Sombre y, en esta misma línea argumental referirse a los “gauches” y nuestro himno, entre otras cosas, debería incluir “el grite sagrade”. Y antes que nada la parla debiera ser “lenguaje inclusive” para eventualmente “evitar cierta reminiscencia machista”.
Hay también, por otra parte, el principio de economía del lenguaje para no extenderse innecesariamente, por ejemplo, en “los y las estudiantes” y equivalentes, que revelan un gusto desmedido por las redundancias. Por otra parte, hay sustantivos que indican sexo (perro/perra) y otros que no lo indican (periodista, persona o el uso del participio activo como “ presidente “ para la o el que preside, o “ paciente “ para quien deba tener paciencia sea este hombre o mujer). Muchas otras palabras terminan en la letra “a”, que son asexuadas (alegría, día, dogma, silla, casa, etc.) y otros de la misma naturaleza que terminan en la letra “o” (cuaderno, libido, mano, odio, puerto, etc ).
El lenguaje inclusivo como parte de lo “políticamente correcto” desconoce la gramática como estructuras de la lengua, la semántica como significados, la sintaxis como formas de combinar palabras y hasta la fonética debido a sonidos inapropiados en el uso de los términos y a veces la misma prosodia puesto que la puntuación suele ser incorrecta en estos textos.
El concepto clave en la genuina inclusión es el respeto, lo cual constituye precisamente el alma de la tolerancia y de la libertad, sin embargo, aparentemente los que pretenden imponer el llamado lenguaje inclusivo excluyen malamente a los que no adhieren y revelan visos autoritarios. Hasta la irrupción de esta moda el lenguaje incluía a todos pero hoy divide...
Esto debe ser nítidamente separado de la pretensión, a todas luces descabellada, de intentar el establecimiento de derechos distintos por parte del aparato estatal, que, precisamente, existe para velar por los derechos y para garantizarlos. Como nos enseñó Frederic Bastiat en su maravilloso libro “La ley": la vida, la propiedad privada y la libertad son derechos humanos inalienables del hombre y propios de su naturaleza. Estos no existen porque la ley los reconozca, la ley solo debe garantizar su más pleno ejercicio.
Esta discriminación ilegítima echa por tierra la posibilidad de que cada uno maneje su vida y hacienda como le parezca adecuado, es decir, bloquea las posibilidades de que cada uno discrimine acerca de sus preferencias, lo cual debe ser respetado en una sociedad libre, siempre que no se lesionen iguales derechos de terceros. La igualdad ante la ley resulta crucial, concepto íntimamente atado a la justicia, es decir, a la propiedad, del propio cuerpo, a sus pensamientos y a sus pertenencias, en otras palabras, el “dar a cada uno lo suyo”. Hoy curiosamente se han invertido los papeles: se alienta la discriminación desde el propio estado. Menudo problema en el que estamos por este camino de la sinrazón, en el contexto de una libertad hoy siempre menguante.
Por todo esto es que resulta necesario insistir una vez más en que el precepto medular de una sociedad abierta de que la igualdad de derechos es ante la ley y no mediante ella; puesto que esto último significa la liquidación del derecho, es decir, la manipulación del aparato estatal para forzar pseudoderechos que siempre significa la invasión de derechos de otros, quienes, consecuentemente, se ven obligados a financiar las pretensiones de aquellos que consideran que les pertenece el fruto del trabajo ajeno.
Vivimos la era de los pre-juicios, es decir el emitir juicios sobre algo antes de conocerlo: la fobia a la discriminación de cada uno en sus asuntos personales y el apoyo incondicional a la discriminación de derechos por parte de algunos funcionarios estatales es, en gran medida, el resultado de la envidia, esto es, el mirar con malevolencia el bienestar ajeno, no el deseo de emular al mejor, sino que apunta a la destrucción del que sobresale por sus capacidades atacando el mérito. Esta no es una opinión propia, sino que así lo describe Voltaire en su tratado sobre la envidia.
Me parece muy sarcástico un comentario sobre el tema de Luce Irigaray, quien escribe que “La ecuación de Einstein de e = m.c2 [la energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado] es machista. ¿La razón? en jerga feminista significa que la ecuación de Einstein fomenta la lógica del más rápido, lo cual responde a un típico prejuicio machista”.
Se trata, en definitiva, de intentos peligrosos que denotan un claro y evidente espíritu totalitario. En resumen, como sabemos y así lo ha demostrado la ciencia, el lenguaje sirve principalmente para pensar y luego para transmitir nuestros pensamientos por lo que fabricaciones fantasiosas impiden el adecuado pensamiento y la comunicación. El mayor exponente de esta ciencia en el último siglo – Noam Chomsky – nos enseña que elaboramos pensamientos con palabras y cuanto mayor riqueza del lenguaje tengamos nos permitirá pensar mejor y elaborar ideas más complejas; y la riqueza del lenguaje se adquiere esencialmente leyendo libros. No mediante formatos digitales, sino en papel. Lo mismo nos dice respecto de la riqueza que supone el manejo de otros idiomas y poder leer y pensar en idiomas diversos. Eso nos dice que el progreso o desarrollo de cada ser humano (y como consecuencia del desarrollo individual el de toda una sociedad) pasa por su conocimiento, y en esa construcción el lenguaje resulta fundamental. En una sociedad tolerante, abierta y verdaderamente plural todos debemos ser constructores, estamos para construir, no para destruir o dividir; y con el mal llamado lenguaje inclusivo lo que se hace es precisamente destruir la riqueza del lenguaje y su diversidad como principal herramienta para la construcción de las ideas, creando un nuevo dogma desde las políticas públicas que se pretenden imponer.