Hay muchas respuestas posibles - todas válidas- cuando uno se pregunta si las redes sociales están a favor nuestro o nos están perjudicando. Para muchas personas son la posibilidad de estar en conexión con otros, de formar parte de grupos de interés, de acceder fácilmente a información a la que uno nunca hubiese llegado si alguien no la hubiera rescatado del océano de contenidos que se genera a diario. Para otros, son un sinsentido, una pérdida de tiempo, el limbo en el que el ego pretende regocijarse y otro motivo para contaminar nuestra mente de cosas vanas, de fake news y de posteos fast food que, sin que nosotros podamos entender cómo, seguimos consumiendo a pesar de saber que nos hacen sentir muy mal.

¿Qué nos genera más felicidad, ir a un recital, o compartir en las stories de Instagram que estamos allí para que seamos vistos por muchos?
Hace unos años se dio a conocer una nueva patología llamada depresión por Facebook. Surge como consecuencia del exceso de consumo de redes sociales en las que muchos de nuestros amigos, colegas y familiares se muestran felices, orgullosos de sus hazañas, festejando con asados, conectados con un conmovedor atardecer, sonriendo permanentemente y realizando muchas actividades interesantes. "¿De verdad se están divirtiendo en ese museo? ¿Estará disfrutando en realidad de esa ensalada sospechosamente verde y sana? ¿Amará tanto a esa persona como lo grita con mayúsculas en cada posteo de Instagram? A ver, mi amor, dame un besito para la foto!", algunas reflexiones que surgen entre tantos éxitos.

Mientras la vida de los demás pareciera estar sucediendo plena de sentido, de desafíos y de momentos inolvidables plasmados en fotos que se publican con una rara desesperación de gritarle al mundo “que vida hermosa estoy gozando”, el que recibe todo ese alboroto de felicidad impostada sin cuestionamiento, empieza a creer que su vida es realmente miserable, más aún de lo que ya sentía que era.

Por más que sepamos que esa pareja que sonríe abrazada en las redes está pasando una tremenda crisis, que ese videíto en la oficina con su taza de cómic solo esconde un agobio diario y que el vino sumamente caro lo compró en el chino de la vuelta en una liquidación por cierre, todo afecta. Uno consume todo ese estruendo de forma pasiva y se hunde un poco más.

Hace casi dos décadas, Omar Rincón ya se preguntaba en Narraciones Mediáticas si estábamos viviendo las cosas solo para contarlas, si buscábamos experiencias nuevas por animarnos a algo diferente o si lo hacíamos solo para mostrarlo públicamente. ¿Qué nos genera más felicidad, ir a un recital, o compartir en las stories de Instagram que estamos allí para que seamos vistos por muchos?

Por más que sepamos que esa pareja que sonríe abrazada en las redes está pasando una tremenda crisis, que ese videíto en la oficina con su taza de cómic solo esconde un agobio diario y que el vino sumamente caro lo compró en el chino de la vuelta en una liquidación por cierre, todo afecta.

Así como el famoso Koan del budismo zen se pregunta: “Si un árbol se cae y nadie lo escucha ¿hace ruido?”; uno podría preguntarse: “Si tuviste una gran fiesta con tus amigos y no la instagrameaste ¿fue una gran fiesta?”. Podemos hacernos muchas otras preguntas derivadas de esto. Una posible respuesta puede surgir de observarnos a nosotros mismos. ¿No nos pasa?, ¿cuando estamos viviendo un momento realmente significativo, íntimo, conmovedor o algunos de esos que nos provocan esa simple y tibia felicidad, no nos resulta posible interrumpirlo para sacar el teléfono y plasmarlo? ¿Cómo vamos a interrumpir un encuentro, una charla interesante para sacar una foto o hacer un boomerang? Y si acaso tenemos la suficiente voluntad y osadía para hacerlo ¿no sentiríamos finalmente que ese registro no representa ni un 10 por ciento de lo vivido?

Drama porn: adictos a sufrir

Otro fenómeno cada vez más frecuente es el que generan aquellos que exponen su duelo en las redes. Muchos psicólogos concluyen en que manifestar la tristeza sana, que compartir la pena que sentimos por los que se van, ayuda porque los mensajes de los “amigos de las redes” provocan alivio. Los homenajes virtuales están a la orden del día. Sin embargo ¿qué hacemos cuando vemos un posteo de alguien sufriendo? ¿Le damos like? ¿Le ponemos un emoji con lágrimas? ¿Es eso verdadera empatía? ¿Realmente encontramos consuelo? Muchas preguntas se siguen abriendo.

Mientras la vida de los demás pareciera estar sucediendo plena de sentido, sentimos que no tenemos nada para publicar. Foto: Shutterstock
Mientras la vida de los demás pareciera estar sucediendo plena de sentido, sentimos que no tenemos nada para publicar. Foto: Shutterstock
En el otro extremo de la fantasía que nos toma, sintetizada en “dime que posteas y te diré quién eres” existe lo que ahora se dio a conocer como Drama Porn. Esta expresión se refiere al fenómeno protagonizado por aquellos que sólo usan las redes para contar sus desgracias. Los “adictos al drama” ahora se vuelven una nueva tribu virtual y nos hacen tan mal como esas personas que en la vida material sólo nos llaman para contarnos sus problemas.

¿Hay necesidad de mostrarlo todo? La sabiduría de una generación impredecible.

Contra todos los pronósticos incipientes que se habían hecho sobre los nativos digitales, muchas investigaciones dan cuenta de que los Centennials empiezan a pegar la vuelta (como muchos de nosotros) y a preguntarse por qué la generación X y los Milennials comparten todo en las redes. Ellos ahora son quienes están reivindicando las experiencias 1.0, la intimidad, los silencios y a valorar su vida no publicada en la efímera virtualidad.

Más allá de estos contextos, de las preguntas abiertas y de las posibilidades de cada uno de cuestionar si aquello que vemos es la realidad, de reflexionar sobre qué parte de nosotros mismos editamos para mostrar, de cuánta pose, maquillaje y filtros usemos para cada posteo, las redes pueden ser de gran ayuda. Podemos elegir.

Con la misma seguridad que reconocemos que necesitamos nuevos y mejores hábitos alimenticios, sería bueno iniciar también una dieta detox y limpiar nuestras redes para modificar aquello que consumimos virtualmente. Si bien “ infoxicación" es un término usado para el exceso de noticias, podríamos expandir su sentido a aquello que comparten los que forman parte de nuestra comunidad virtual.

Si nos toma el espíritu de Marie Kondo, sería bueno que dedicáramos unos minutos por día a dejar de seguir a ciertas personas y a dejar de pertenecer a algunos grupos. Irse, silenciar, dejar de seguir, genera el mismo alivio que tener nuestra casa limpia y ordenada.

Hacer espacio para nueva información, para intercambiar con otros grupos, para poder recibir otros estímulos nos hace bien, de la misma forma que nos hace sentirnos mejor cuando abandonar alimentos procesados.

Apagá las redes

Así, de a poco, podemos animamos a recuperar el silencio, a dejar de ser adictos al like, de estar pendientes de quién vio nuestras stories o comentó la foto, de quien aún no nos aceptó el pedido de amistad o hizo un retuit.

Como audiencia de las personas a quienes elegimos seguir, tenemos una responsabilidad con nosotros mismos. ¿De qué estímulos nos estamos nutriendo?

Sin embargo, en este punto también es válido hacernos otras preguntas ¿Qué estamos alimentando nosotros? ¿A qué conversación nos sumamos? ¿Con quiénes intercambiamos en la virtualidad? ¿Nos sumamos al odio, al cinismo, al boicot o nos tomamos el tiempo para aportar, aplaudir, likear o comentar algo amoroso? Es necesario saber si usamos nuestro tiempo y nuestra energía para compartir contenidos con más verdad, información que abre, que sana, que nos impulsa a más.

Es sabido que en la vida, de cierta forma, obvia o impensada, todo vuelve. En las redes también.