La idea original era promover la creación musical con una serie de conciertos en el norte de Nueva York. Nadie, ni los propios organizadores, previó que el festival de Woodstock se convertiría en el emblema de una generación y del movimiento hippie, cuyo mensaje de paz y amor rompía con una década de violentas manifestaciones y asesinatos en tiempos de la guerra de Vietnam. Fue hace 50 años, del 15 al 18 de agosto de 1969, en una época en que el rock aún era joven, cuando usar el pelo largo era un acto de rebeldía, donde las manifestaciones contra la guerra eran casi diarias.

Entre 400.000 y 500.000 almas desbordaron aquellos campos de alfalfa enlodados para escuchar a estrellas como Janis Joplin y Jimi Hendrix en una atmósfera de libertad y amistad, ilustrada por imágenes de jóvenes desnudos caminando de la mano, fumando hierba o bajo los efectos del LSD, ignorando las lluvias torrenciales que caían sobre esta región de las montañas de Catskill, a unos 200 km al noroeste de la Gran Manzana. Inicialmente la entrada costaría 18 dólares para los tres días de música de grupos míticos como Creedence Clearwater Revival, The Who o Crosby, Stills, Nash & Young.

Pero los organizadores, John Roberts, Joel Rosenman, Michael Lang y Artie Kornfeld, todos veinteañeros, se apresuraron a reconsiderar sus planes en vista de los enormes embotellamientos que colapsaron las carreteras que conducían a Bethel, unos cien kilómetros al suroeste de la ciudad de Woodstock. Abrumados, no tuvieron más remedio que declarar que Woodstock sería como el amor: gratis. Casi con los primeros acordes comenzaron a caer torrentes de agua, convirtiendo el lugar en un campo de barro. La comida escaseaba. No se veía mucho pero se escuchaban las hélices de los helicópteros, que llegaban uno tras otro para traer músicos y víveres.

Un fin de semana “idílico”

Sri Swami Satchidananda, un maestro yogui venido de la India, debía decretar el espíritu del festival abriéndolo con un llamado a la compasión. “Me siento extasiado de alegría al ver a la enorme juventud de Estados Unidos reunida aquí en nombre del noble arte de la música”, dijo este hombre delgado y barbudo sentado con las piernas cruzadas mientras hacía vibrar a la multitud con sus “Om”. Vendrían luego otras canciones más contundentes. Joe McDonald, de la banda de rock psicodélico Country Joe and the Fish, se despachó entonando un intenso “Fuck” para continuar con el tema contra la guerra “I-Feel-Like-I’m Fixin’-to-Die-Rag”.

Cuando miles de personas ya regresaban al “mundo real” sin ser conscientes de que acababan de escribir una de las grandes páginas de la historia de los sesenta, el festival se cerró con una interpretación muy futurista del himno nacional estadounidense, “The Star-Spangled Banner”, de Jimi Hendrix. Danny Goldberg, un especialista en la industria musical que entonces debutaba para la revista Billboard con 19 años, recuerda haber visto ese fin de semana “a muchas personas con una sonrisa en sus rostros”. “Quedé seducido inmediatamente por esa amabilidad”, dijo. Tal visión “idílica” de la fraternidad hippie era inusual todavía en esa época, dice, pero fue “perceptible en Woodstock de principio a fin”.

“Desmadre monumental”

Las historias de Woodstock son muchas y a veces se contradicen. Hay quienes aseguran que nacieron bebés en pleno festival. Pero si bien nadie reivindicó públicamente un nacimiento tan singular, lo que sí es seguro es que unos cuantos fueron concebidos allí. Al menos una persona habría muerto por sobredosis y un tractor supuestamente aplastó a alguien que yacía en su saco de dormir, según informaciones de la época. Como una película despreciada por la crítica antes de convertirse en objeto de culto, el evento fue tratado con desdén por los principales medios de comunicación.

“Los sueños de marihuana y de rock que atrajeron a unos 300.000 fanáticos y hippies a los Catskills fueron apenas más cuerdos que los lemmings que se arrojan al mar para morir”, dijo el New York Times en un editorial 18 de agosto de 1969. “Terminaron en una pesadilla de barro… ¿Qué clase de cultura puede producir un desmadre tan monumental?”. Annie Birch, una asistente al festival que transitaba entonces sus 20, lo recuerda como un “momento muy apacible, considerando la gran cantidad de personas”. A pesar de la “impresionante lluvia, había un fuego increíble que nunca se apagó”, dijo. “Todos estos grupos se volvieron míticos (…) Fue legendario”.

“Música y paz”

Justo después del festival, el propietario del campo, Max Yasgur, reconoció en televisión que al principio le preocupó ver llegar a las multitudes. “Pero luego me hicieron sentir culpable porque no hubo problemas. Me demostraron a mí y a todo el mundo que no habían venido a crear problemas”, contó. “Vinieron a hacer exactamente lo que dijeron que querían hacer: tres días de música y paz”. Medio siglo después, Birch, ahora septuagenaria, se considera “afortunada” de haber participado en un hecho tan importante. “Yo sigo eternamente con la esperanza de que, por el bien de la humanidad, un evento tan increíble como ese pueda volver a ocurrir”, dice. “Prefiero infinitamente el amor y la paz a la guerra y el odio”.