Partimos rumbo a la montaña en auto desde la ciudad jujeña Lib. Gral. San Martín por un camino de tierra roja, en busca de las alturas verdes de la nuboselva. La Ruta Provincial 83 avanza entre plantaciones de caña de azúcar y a los 20 minutos llegamos al portal del Parque Nacional Calilegua. Nos detenemos en la oficina de guardaparques a recibir un mapa y planificar con ellos el día. Continuamos viaje hacia una barroca profusión de lianas y enredaderas y, de repente, entramos a un mundo verde como por un boquete en la muralla vegetal. Caracoleamos cuesta arriba hacia nubes que cubren la cima de montañas boscosas A mi derecha, la fortaleza verde con su techo de enramadas y titánicas columnas de madera comienza a orillas de la ruta: es una pared de árboles alineados tronco a tronco hasta el infinito. Y a la izquierda, un abismo verde se abre amenazante. A veces la selva nos pasa por encima abovedando el camino.

Amor primate

Nos detenemos a almorzar un picnic en un punto panorámico: la Mesada de las Colmenas. Es una elevación del terreno con mesas, bancos y tanque de agua potable. Al saborear unos sándwiches descubrimos en lo alto de un gran árbol una escena de amor primate. Un monito caí está frente a una hembra sobre una gruesa rama. Lo veo correr como electrificado hasta un extremo de ese sostén y volver a su compañera. Duda un instante y le toca la cabeza con suavidad. El macho corre a los saltos hasta la otra punta y regresa: la quiere impresionar. Ella sigue impávida –pero atenta– con una mandarina entre manos. Ahora el mono la abraza. Y vuelta a empezar el cortejo correteado. A la tercera carrera, quedan cara a cara mirándose y la monita le apoya una palma en el pecho, como una imposición de manos: se acarician a dúo. No damos crédito a la escena cuando se toman de la mano y ella parece darle un besito en la cabeza para ponerse de espaldas: suelta la mandarina y se acomoda en señal de aprobación. El amor se consuma en lo alto.
A metros de la mesa del almuerzo, otra abertura en la selva es la entrada al sendero El Negrito: guardamos todo en el auto para evitar el saqueo de los monos y comenzamos a bajar una ladera usando botas y pantalón largo para que no nos rocen las termitas, abundantes en verano. Es un trekking de dificultad alta porque el descenso es algo empinado y los días de lluvia los hacen resbaladizo (yendo con cuidado no hay peligro).

Tapires y corzuelas

Bajamos 1.200 metros por la densa selva montana, es decir, las yungas. Vemos huellas de tapires y corzuelas, y la pirca de piedra de un puesto de pastores trashumantes que hace 300 años llevaban ganado. En cierto momento los helechos invaden un claro y voy entre miles de esas arborescencias curvas como toboganes puntiagudos. Me detengo un instante y descubro ruido de ramitas y hojas a ras del sotobosque. Son aves rastreras a los saltitos: un tataupá cruza el sendero. El camino muere a los pies de un arroyo cristalino y una cascada de tres metros. Todo ha sido relax y contemplación durante una hora: el regreso implica ahora subir y sudar la gota gorda a lo largo de 600 metros de desnivel.

Rumbo norte

De nuevo en la ruta, retomamos viaje hasta el sendero Bosque del Cielo, a metros del monolito que marca el límite norte del parque, ya a 1.690 msnm. Arrancamos la caminata por un bosque que gana más densidad cubriendo cada centímetro de espacio vital. Es tanta la humedad, que aparecen grandes rocas cubiertas por una capa de musgo muy verde donde crecen microplantas: cada piedra es un bosquecito. El tallo y las ramas de los árboles están colonizados por líquenes y barbas colgantes, lianas trepadoras como madejas de serpientes y bromelias que nacen en horquetas de los árboles. El sol entra apenas en este ambiente abovedado y la lucha por sus rayos es a muerte: el que llega más alto, gana. Los competidores más débiles como las lianas, usan la potencia del más fuerte trepándose a él para ganar altura. Otros se valen de las aves y el viento para volar, aterrizando con sus semillas en la copa de los árboles donde crecen sin permiso. A simple vista, este es un remanso de paz. Pero es más bien una guerra silenciosa de todos con todos por un mendrugo de sol. Camino desconcertado por un ambiente algo misterioso, como en una película de Tim Burton: es un paisaje barbado, peludo y colgante. Voy entre silenciosos torrentes de savia bruta fluyendo en secreto por miles de troncos. La mirada avanza unos metros y rebota en la maraña verde que, a trasluz, parece chisporrotear. Este es quizá el sendero más poético del parque y el menos cansador: mide 150 metros casi planos por el filo de un cerrito. A derecha e izquierda se abren quebradas de 500 metros de profundidad cubiertas por un continuo de copas frondosas, un inalcanzable burbujeo arborescente sin un solo claro. Hoy no hay viento ni pájaros: el silencio sería inánime, salvo por el rumor de aguas de un arroyo lejano.

A las nubes

Retomamos viaje –siempre en ascenso y de cornisa– mientras nos envuelve una densa nube que no permite ver más allá de diez metros. Al rato subimos más y se abre un cielo radiante azul perfecto. Y tapando el precipicio bulle un gran colchón de nubes a lo largo de un valle. El espectáculo de la nuboselva –con su cielo debajo del cielo– dura minutos pero se repite dos veces más a lo largo de la travesía. Lo extraño es que, a pesar de la altura, la vegetación casi no decae: la sensación es la de navegar un mar de clorofila.
Llegamos al pueblo de San Francisco, un caserío de construcciones desperdigadas con plantaciones, donde viven 630 personas. Pasamos la noche en unas sencillas cabañas donde el lujo es el paisaje: amanecemos en la parte baja de un gran anfiteatro de piedra, rodeados por rectos macizos semitapados por las nubes y el verde. La panorámica natural me recuerda a Machu Picchu. Pero no estamos en una ruina sino en un pueblo con calles de tierra, lleno de vida y cultura coya, que hace cinco siglos fue colonizada por el imperio de Cusco: a unos kilómetros de aquí pasaba el camino del Inca y una cabalgata lleva hasta sus restos.

Recomendaciones:

Desde Lib. Gral. San Martín sale un bus diario 8 AM. Lo ideal es bajarse en el límite norte del parque y caminar la ruta para entrar en los senderos (23 km al portal del parque). O llegar con el bus a San Francisco y bajar caminando (35 km). Hay quien sube en bus con la bicicleta en el techo para bajar pedaleando. Por la tarde pasa de regreso. O se puede coordinar con un remis.

Dónde alojarse: solo en verano –época de lluvias– se debe ir con auto elevado. En el parque hay un camping junto al río con baño, parrilla, mesa y banquitos.
En Lib. Gral. San Martín hay hoteles 3 estrellas (suele ser base para visitar el parque). Hospedaje Luana (San Francisco), Tel.: (03886) 598800. Hospedaje Tía Carola (San Francisco) www.tiacarola.com.ar